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Un triunfo pírrico

12/10/2021 Crónicas de Enrique Carjaval - Enrique Carjaval

Los últimos acontecimientos suscitados en la Corte del Distrito Sur de Nueva York, en la que el ex abogado Steven Donziger, por sentencia, fue condenado a una pena de seis meses de prisión, me recuerdan algo que escribí pocos días después del 14 de febrero de 2011.

Los últimos acontecimientos suscitados en la Corte del Distrito Sur de Nueva York, en la que el ex abogado Steven Donziger, por sentencia, fue condenado a una pena de seis meses de prisión, me recuerdan algo que escribí pocos días después del 14 de febrero de 2011, que me parece oportuno recordar por la similitud de los dos casos que me permito narrar ahora, respetando las marcadas diferencias del gran Rey Pirro.

El griego Pirro tenía 23 años cuando accedió al trono de Epiro en 295 a.C. Fue un gran general, un guerrero invencible, conductor de multitudinarias y bien adiestradas tropas conquistadoras. Muchas ciudades y reinos había anexado a Grecia antes de la Gran Batalla.

Fue en la batalla de Heraclea donde Pirro, obligado por una prolongada espera de refuerzos que no llegaban, no pudo soportar la inactividad y con sus propias tropas atacó a los romanos en la ciudad de Heraclea de Lucania. Avanzó con su caballería, su infantería y su ejército montado en elefantes, avasallando todo a su paso y derrotando así al poderoso ejército romano que fue diezmado casi por completo. El saldo fue desastroso. En el campo de batalla quedaron miles de cadáveres de los dos ejércitos, entre los cuales se encontraban muchos de sus propios oficiales y sus mejores tropas.

Al ver tan horrendo desastre y mortandad, Pirro sintió un profundo arrepentimiento y, al evaluar si había o no válido la pena tan cara victoria exclamó: “Otra victoria como esta, y tendré que regresar a Epiro solo”, es decir, una declaración de sentimientos encontrados equivalente a desear que nunca hubiera ganado esa batalla.

La Historia ha registrado este capítulo con el calificativo de “una victoria pírrica”, como una lección para la posteridad de que cualquier logro obtenido por medios reñidos con los principios básicos de humanidad, por encima de toda ética, sin tener otra meta que lograr un triunfo utilizando todos los medios y sesgos posibles, simplemente no vale la pena.

En el Juicio Aguinda, Steven Donziger se fijó la meta de obtener una sentencia condenatoria contra Chevron Corp., sin respetar los principios éticos profesionales y morales personales -que por su lado la compañía demandada, siempre respetó y cumplió- y Donziger, en forma maquiavélica, persiguió su plan trazado sin perjuicio de la clase de artificios que urdiría. Creó una falsa hipótesis y a lo largo de todos los años que duró el juicio Aguinda, la repitió reiteradamente confiando en la igualmente execrable convicción de que una mentira repetida mil veces llegue a convertirse en verdad.

Su vanidad lo condenó. En su insano afán por montar una farsa convincente, derribó todas las barreras de convivencia civilizada. Utilizando su experiencia periodística como el comunicador social que es, produjo la ficción de la película Crudo, sin calcular que esa se convertiría en el principio de su estruendoso fracaso. Tampoco vaciló en comprar criterios médicos interesados plasmados en dos libros que crearían la visión de un mundo plagado de cáncer y otras enfermedades mortales en la Amazonía petrolera, cuya inexactitud quedó demostrada por las declaraciones testimoniales de su propio autor.

En el juicio presentó informes periciales falsos pretendiendo demostrar una contaminación que luego se probó inexistente, pretendidas afectaciones a la salud de la población cercana a los pozos petroleros y una fabulosa cuantificación económica atribuida a daños que eran de su propia invención.

Un sesgado perito global ilegítimamente impuesto, testimonios fraguados, muestras materiales alteradas, compra de testigos, uso secreto de redactores fantasmas de providencias contra la Demandada, uso de cuentas corrientes secretas para ejecutar pagos por debajo de la mesa, falsedad intelectual en el contenido de la sentencia, emisión de sentencia fraguada, redactada por los propios Demandantes y firmada por el juez bajo promesa de pago, y muchas otras graves ilegalidades más.

Varios años atrás, uno de sus propios colaboradores judiciales le advirtió, como en una premonición, que si se descubre la verdad de sus ilegalidades, todos los abogados podrían ir a la cárcel. Hasta este momento, solo Donzinger ha sido víctima de sus propias artimañas, lo que le costó dos años de arresto domiciliario con grillete en el tobillo por desacato civil, y últimamente, una sentencia de seis meses de prisión por desacato penal. Con seguridad en el fondo de su maltrecha conciencia, Donziger debe estar diciendo, como parafraseando a Pirro, “hubiese sido preferible que yo nunca hubiera ganado”.

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