La Nación 02/02/2015
El parque nacional, en el este del país, es uno de los lugares con mayor biodiversidad del planeta, con más especies de animales por hectárea que toda Europa junta. Dos días entre árboles gigantes, tarántulas, pirañas y caimanes
El bus salió desde Quito hacia el sureste, pasó por Baños y avanzó unos 250 kilómetros por caminos montañosos. Diez horas después frenó en Francisco de Orellana (informalmente, El Coca), la última población del norte de Ecuador a la que se puede acceder por carretera. Lo que siguió fue una sucesión de canoas, ríos marrones y caminatas por pantanos hasta llegar a la selva amazónica.
En la entrada a la ciudad había un cartel que decía Bienvenidos a El Coca, la puerta al Yasuní, un parque nacional declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco y una de las regiones de mayor biodiversidad del mundo.
Apenas amanecía y ya se sentía la humedad y los gritos de los vendedores de excursiones que salían en búsqueda de sus presas.
"¡Hello lady! Tengo este tour de cinco días en un Eco Lodge con agua caliente, internet, ventilador, bar. Mil dólares", dijo un cincuentón con patillas y nariz aguileña. Hizo una pausa y siguió: "Le hago precio, ochocientos ¿okeeey?". Mientras insistía señalaba fotografías de anacondas y turistas con caras pintadas aprendiendo a usar la cerbatana.
Con mis compañeros de viaje esquivamos a los vendedores como toreros y caminamos hasta llegar al puerto. Según la información recolectada aún faltaban dos horas para que saliera la lancha que hacía el recorrido entre El Coca y Nuevo Rocafuerte por el Río Napo para llegar más cerca del objetivo: conocer una de las selvas más vírgenes del mundo.
Pero en la boletería sucedió algo inesperado. "La lancha ya se fue", dijo la empleada adelantándose a la situación, en tono tajante y sin levantar la vista del escritorio.
"Hoy viajaba la comunidad Kicwha. Mañana hay una lancha municipal que tarda diez horas y lleva a turistas también. Sale quince dólares", explicó una mujer que esperaba en la fila. Tenía el pelo morocho y recogido, usaba ojotas y cargaba bolsas de arpillera llenas de frutas.
A los pocos minutos apareció un hombre retacón de ojos achinados, piel seca y manos curtidas. Lo presentó como su esposo, Fernando Sifuentes. En ese momento jamás imaginé que terminaríamos acampando con ellos, pescando pirañas, navegando y buscando caimanes por la noche. Y mucho menos que él -hasta recién un desconocido- se convertiría en mi faro durante los dos días siguientes en la selva ecuatoriana.
Por diez horas el sonido de la lancha a motor -vibrante como un zumbido de mosca- se volvió parte del paisaje. El río Napo era ancho, con lecho arenoso y agua turbia. La navegación por uno de los principales afluentes del río Amazonas era en forma zigzagueante ya que había obstáculos como ramas arrastradas por la corriente. Cada tanto se asomaban pozos petroleros explotados en la región y unas manchas negras que se movían en el agua al compás del viento helado. En el bote además de las cuarenta personas había tanto equipaje -cajas con provisiones, maletas militares y comida fresca- que sólo quedaban pequeños pasillos por donde moverse. Algunos pasajeros de la comunidad kiwcha se bajaban en las riberas del río y desaparecían en la frondosa vegetación. Unas gotas de lluvia rezagadas rompían la monotonía del paisaje que hipnotizaba.
Riqueza petrolera
Luego de navegar 300 km el conductor detuvo el motor en Nuevo Rocafuerte, un pueblo de casi mil habitantes y punto fronterizo con Perú.
Una última hora de sol fue tiempo suficiente para dar una mirada a este pueblo tranquilo. Era algo así: una hilera de dos manzanas con dos docenas de casas de madera y techos de paja, que se extendían por un kilómetro, paralelas al Napo. En la entrada había un puesto de inmigraciones y la Armada Naval. En la calle principal -de adoquín- un comedor ofrecía sopa de gallina y un plato de arroz con carne y patacones (rodajas de plátanos fritos) por tres dólares.
En la cuadra siguiente había dos hospedajes sin agua caliente, una salita sanitaria, un almacén, un búnker político y niños sonrientes jugando en una cancha de fútbol de cemento recién construida. Eso era todo.
Sobre una pared colgaba un cartel que decía: "El petróleo mejora tu comunidad". Es que pronto habrá caminos, zonas de acceso y maquinaría. Es que la riqueza petrolera en el subsuelo del Yasuní está valorada en 18 mil millones de dólares y la presión por explotarlo en los últimos años ha sido tan fuerte como la defensa de la tierra. Pese a las críticas de la oposición y los ecologistas que temen que la actividad provoque daños irreparables en esa zona de alta biodiversidad, el gobierno ecuatoriano aprobó la explotación en el Yasuní, que comenzará en el 2016.
"¡Pero qué turistas valientes! ¿Qué hacen acá? Aunque no parezca soy arquitecta y estoy construyendo una escuela pero se hace muy difícil traer los materiales desde la ciudad", dijo una joven en bicicleta. Llevaba zapatillas de lona embarradas y jeans con agujeros en las rodillas.
En Nuevo Rocafuerte no había autos ni empresas turísticas. Tampoco había perros callejeros pero sí gallinas revoloteando sobre las palmeras, arañas que se colaban en las pajas de los techos y pieles de serpientes desparramadas como medias en las calles de barro. Turistas, pocos.
Por eso fue tan simple que Fernando -el único guía- nos encontrara. Aquel día éramos los únicos extranjeros.
"Pueden dormir en mi hogar, es humilde y chiquito pero de material", dijo mientras se le inflaba el pecho de orgullo. Él era el único hombre del pueblo con casa de material. Luego supe que un sueldo básico en Ecuador era de 340 dólares, casi lo mismo que él cobró por el recorrido de dos días. Pero no cualquiera sabía cómo moverse en un parque que tiene más especies de animales por hectárea que toda Europa junta y tantas especies de árboles en una hectárea como existen en toda América del Norte.
La humedad era cada vez mayor y un vaho pegajoso podía percibirse en el ambiente. La selva estaba cerca.
A las ocho de la mañana Fernando había cargado en la canoa con motor las provisiones para la aventura: ponchos, botas de lluvia, salvavidas, bidones de agua, garrafas de gas y frutas.También sogas, linternas, machetes y antídotos. Acamparíamos en un pequeño lugar talado, a merced de tarántulas y alacranes venenosos.
En la primera hora de navegación vimos delfines rosados y hoatzines, unas aves prehistóricas con un sonido similar a los resoplidos de un fumador empedernido. A medida que la canoa avanzaba, la selva parecía extenderse hacia el infinito. Había que introducirse lentamente en el Yasuní, a través de ríos y pantanos.
La selva era ese millón de ojos curiosos entre tanta frondosidad. Si fijabas la atención por más de treinta segundos en el colchón de hojas del suelo aparecían hormigas, escarabajos, arañas y ranas estratégicamente camufladas.
El parque, de 980.000 hectáreas, tenía forma de herradura; una sucesión de colinas suaves que fueron el resultado del paso milenario de los ríos y que dieron el contexto que hoy alberga su biodiversidad. Las cifras hablan por sí solas: casi 600 especies de aves, 200 de mamíferos, 150 de anfibios, 120 de reptiles, 380 peces de agua dulce y más de 100 mil especies de insectos dentro de una hectárea. Estos números se traducían en la sensación de estar siempre entrando, de estar envueltos en un paisaje dominado por árboles gigantes, escuchando sonidos que parecían ringtones, sin saber de dónde venían.
Los tiempos de la selva
La selva era ese millón de ojos curiosos entre tanta frondosidad. Si fijabas la atención por más de treinta segundos en el colchón de hojas del suelo aparecían hormigas, escarabajos, arañas y ranas estratégicamente camufladas. Un mundo micro pero inmenso a la vez.
Algunos árboles de cincuenta metros de alto tapaban el sol enfriando los cuerpos llenos de repelente. Por momentos caían unas gotas violentas, provocando la bulla de los animales, y después aparecían los rayos de sol. Pero cuando todavía las hojas no se habían secado, la lluvia llegaba otra vez.
La percepción del tiempo era distinta. Por dos días el reloj no existió. En cambio fue la hora del caimán, la hora de pescar pirañas, y la de navegar por la laguna Jatuncocha. El tiempo no se medía en minutos sino en momentos: la vez que un olor fétido nos alertó de la presencia de cuarenta cerdos salvajes, la vez que probamos la liana de curare para aliviar el dolor de estómago o cuando comimos hormigas con sabor a limón.
En la selva, además de navegar, había que caminar. Siempre a paso lento, observando con atención donde se ponía el pie porque había pantanos que dificultaban el paso. Para los ojos de un simple viajero todo era una maraña de verdes que mareaba. Para un guía idóneo, en cambio, había musgos, helechos y orquídeas en medio de lianas y trepadoras.
También había caobas, chontaduros y palmitos.
Cada tanto nos deteníamos para que Fernando explicara algunos detalles: un árbol que caminaba, otro -el matapalo- que llegaba a estrangular y matar al árbol sobre el que se apoyaba para alcanzar la luz solar, una diminuta rana venenosa, una hormiga del tamaño de un pulgar y hongos alucinógenos que usaban los chamanes de los pueblos no contactados que vivían en la zona: los Tagaeri y los Taromenane.
La ley de la selva se ponía de manifiesto a cada momento. Todo animal que se movía podía ser víctima o victimario en pocos segundos.
Anochecía en el Yasuní y luego de unos cuantos minutos los ojos se acostumbraban a la oscuridad. Desde la canoa se distinguían tres tonos de negro: el de la tierra, el del agua del río y el del cielo, apenas iluminado por la luna cuarto creciente.
De repente, la mujer de Fernando ordenó apagar el motor mientras alumbraba con una linterna los manglares amazónicos donde se reproducían anacondas y cangrejos. Había visto algo. El agua se volvió calma y un silencio sublime invadió la selva ecuatoriana. El animal estaba en la orilla del río donde empezaban a destellar los reflejos de sus ojos: dos bolas brillosas de un amarillo violento. Eran un par de ojos incisivos; los de un caimán.
Tras varias remadas, quedamos a pocos centímetros de su cabeza. Pero el animal se hundió en menos de lo que dura un parpadeo.
-Uy la chuta, a ése no lo iba a agarrar. Medía cinco metros -dijo el guía y largó una sonora carcajada. Al mediodía había contado que una vez un caimán de ese tamaño se había subido a la canoa atacando a un par de turistas alemanes.
Con naturalidad Fernando simuló el sonido del reptil, un eco parecido a un carraspeo en la garganta. Y de pronto un caimán pequeño pasó muy cerca de la canoa, quizás convencido de que aquel bramido era de su madre. El hombre se desplazó sigilosamente por el bote y casi sin respirar como cuando un animal hambriento está por atacar a su presa, lo agarró del cuello y le inmovilizó la mandíbula. El caimán medía un metro y medio. Tenía la piel rugosa y la panza, blanda; todavía no había hecho la digestión. Luego de unos minutos, Fernando lo liberó y desapareció en el agua dejando una aureola que fue creciendo.
Animales de la noche
Durante la noche, la selva se volvió más temeraria. Los sonidos eran otros y muchos animales como los murciélagos, los felinos y los roedores recién salían a cazar. También cobraban vida insectos que no se veían durante el día. Muchos de éstos -invisibles- sonaban como una orquesta sinfónica. Pero fue imposible no ver a aquella araña apoyada en la carpa. Apenas la vi sentí un escalofrío. El cuello se me puso tieso y los hombros inmóviles. Tenía el tamaño de la mano de cualquier boxeador. Las ocho patas eran largas como los dedos de un pianista y anchas como cordones de zapatillas. Su cuerpo era peludo y el abdomen, pardo. Era la araña más grande que vi en mi vida, incluidas las de los documentales.
Sintiéndome indefensa, recordé en ese momento la telaraña tendida entre los barrotes de las escaleras de mi departamento. Imaginé a esa araña de ciudad -casi imperceptible- que tejía con esfuerzo desde un punto inicial y añadía con tenacidad cada vez más hilos. Noche tras noche fortalecía esa red que era, a fin de cuentas, la trama de una larga paciencia. La misma paciencia que tuve que experimentar aquella noche pegajosa y azogada adentro de la carpa, a la espera del sol de la mañana. Afuera, convivían una maraña abrasadora de senderos y
Bajo presupuesto: para viajeros poco amigos de los tours o con bajo presupuesto, pero disponibilidad de tiempo hay otra opción, tomar un bus desde Quito a la ciudad de El Coca. Tarda entre ocho y diez horas y cuesta alrededor de US$ 10. Desde El Coca tomar la lancha municipal a Nuevo Rocafuerte -punto fronterizo con Perú- que sale USS $15. Los días y horarios son variables ya que tienen prioridad las comunidades que viven en la zona. Son nueve horas de navegación con una parada en la mitad del recorrido. Al llegar es primordial sacar el pasaje de vuelta. En el pueblo hay un par de hostales -sin agua caliente- por USS $15 la habitación privada.
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