New York Times 26/07/2018
En mayo de 2017, cuando era presidente de Ecuador, Rafael Correa saludaba a sus seguidores desde el balcón del palacio presidencial en Quito. Foto: New York Times
QUITO — Rafael Correa, el hombre que gobernó Ecuador durante una década, tiene una orden de prisión preventiva. Es una ironía: el expresidente es una víctima del aparato de justicia que él se encargó de deformar cuando estuvo en el poder. A un año de la finalización de su presidencia y a unos meses de haber perdido el control de Alianza País, el partido que él mismo fundó, Correa es un blanco fácil. Y es que en Ecuador la justicia responde a la persona que está en la presidencia.
Que un expresidente sea investigado podría parecer una señal de madurez democrática, pero procesarlo a través de un sistema de justicia viciado es contraproducente. En su intención de erradicar el correísmo, el movimiento caudillista que bajo la égida de Correa monopolizó todas las instituciones de Ecuador, el gobierno del presidente Lenín Moreno está perpetuando un mecanismo que limita la autonomía de la justicia y debilita las instituciones de una democracia que prometió “refrescar”. La investigación del caso Balda podría ser la gran oportunidad para que Moreno refunde la justicia ecuatoriana.
Correa es investigado por su posible participación en el secuestro del exasambleísta ecuatoriano Fernando Balda, ocurrido en Colombia en 2012. Mientras siga abierta la investigación, la jueza Daniella Camacho ordenó al exmandatario que se presentara ante la Corte Nacional de Justicia cada quince días, pero Correa vive desde hace un año en Bélgica y el 2 de julio se presentó, más bien, en el consulado ecuatoriano en ese país. Camacho consideró el acto como un incumplimiento y ordenó su prisión preventiva y la emisión de una alerta roja en su contra a la Interpol.
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